Los ataques ordenados por el Secretario de Guerra, Pete Hegseth en el Caribe han causado la muerte de al menos 80 personas. Foto: Cortesía / Facebook
La atención se centra en el secretario de Defensa, Pete Hegseth, mientras el gabinete del presidente Trump se reúne, en medio de la creciente controversia por un presunto segundo ataque en el Caribe para asesinar a dos sobrevivientes.
Este incidente, ocurrido el pasado 2 de septiembre, habría matado a dos personas que se aferraban al casco de una lancha narcotraficante previamente atacada y según un informe de The Washington Post, Hegseth dio una orden verbal de “matar a todo el mundo”, instrucción que el almirante Frank Bradley ejecutó al autorizar el segundo golpe.
La realidad es que los ataques con misiles dirigidos ya han generado alrededor de 80 muertes en el Caribe, sin aportar evidencia alguna que se trate de narcoterroristas, como se ha justificado.
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La portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, confirmó que Hegseth autorizó los ataques, pero defendió la legalidad de las acciones. “El almirante Bradley trabajó muy dentro de su autoridad y de la ley”, afirmó Leavitt, negando que Hegseth hubiera dado la orden específica reportada.
El propio Hegseth calificó el reporte de “fabricado” y “difamatorio” en redes sociales, aunque en una declaración posterior elogió a Bradley como un “héroe estadounidense”; Trump, por su parte, expresó su “gran confianza” en su secretario de Defensa y dijo creer en su negativa.
Este escrutinio se produce en un momento de máxima tensión con Venezuela, país al que Trump ha acusado de facilitar el narcotráfico el presidente estadounidense ha declarado cerrado el espacio aéreo venezolano y ha sugerido que los ataques terrestres contra presuntos narcotraficantes podrían ocurrir “muy pronto”.
La administración ha justificado más de veinte ataques similares en el Caribe y el Pacífico Este, designando a los grupos narcotraficantes como organizaciones terroristas extranjeras sujetas a “ataques letales”.
Sin embargo, la respuesta en el Congreso ha sido de preocupación bipartidista y podría marcar un raro punto de control al poder ejecutivo.
Los comités de Servicios Armados de ambas cámaras anunciaron investigaciones conjuntas y prometieron una “vigilancia rigurosa” sobre el incidente del 2 de septiembre.
El representante republicano Mike Turner coincidió con colegas demócratas al señalar que un segundo ataque contra supervivientes indefensos constituiría un “acto ilegal”; un grupo de trabajo de ex abogados militares fue más allá, afirmando que dichas órdenes son “patentemente ilegales” y podrían constituir crímenes de guerra en el mejor de los casos.
Esta firme postura de legisladores de ambos partidos contrasta con los recientes ataques verbales de Trump y Hegseth contra quienes cuestionan la operación.
El senador demócrata Mark Kelly, entre otros, ha recordado públicamente a los militares su deber y derecho de desobedecer órdenes ilegales
Y este recordatorio de un principio fundamental del derecho castrense y de la guerra ha generado una fuerte reacción por parte de la administración, que ha tachado a los críticos de debilitar el esfuerzo de seguridad nacional.
El perdón al expresidente de Honduras
La ironía de esta situación alcanza su punto culminante con la decisión ejecutiva de indultar al ex presidente hondureño Juan Orlando Hernández, condenado a cuarenta y cinco años de prisión por conspirar para traficar más de cuatrocientas toneladas de cocaína hacia Estados Unidos.
Donald Trump, dijo que tras una evaluación encontró que el Gobierno del expresidente Joe Biden “le tendió una trampa” al exmandatario hondureño Juan Orlando Hernández (2014-2022), condenado en 2024 en Estados Unidos por tres cargos de narcotráfico, por lo que decidió concederle un indulto.
“La gente de Honduras realmente pensó que le habían tendido una trampa(…) una trampa de la Administración Biden, y analicé los hechos y estuve de acuerdo con ellos”, explicó.
Trump no citó evidencias sobre la supuesta trampa tendida al exmandatario hondureño.
“Si alguien vende drogas (en un país), eso no significa que se deba arrestar al presidente y meterlo en la cárcel de por vida”, valoró Trump sobre el caso de Hernández.
Hernández llegó extraditado en abril de 2022 a Estados Unidos, donde en marzo de 2024 lo sentenciaron a 45 años de prisión por tres cargos de narcotráfico y armas, más cinco años de libertad vigilada.
El expresidente hondureño estuvo en la mira de la Justicia de Estados Unidos desde 2013, según documentos entregados por el Departamento de Justicia a los tribunales neoyorquinos en 2019, cuando Trump estaba en su primer periodo presidencial.
De acuerdo a la Fiscalía estadounidense, Hernández formó parte de un grupo de personas investigadas por la Agencia Antidrogas (DEA) desde el año 2013, en el que fue electo, por actividades “relacionadas con la importación de cocaína a EE.UU.”
El documento fue hecho público dentro del caso contra el hermano del expresidente, Juan Antonio ‘Tony’ Hernández Alvarado, condenado a cadena perpetua por cargos relacionados con el tráfico de cocaína a Estados Unidos.
Hernández fue descrito por los fiscales como el centro de una de las conspiraciones narcotraficantes “más grandes y violentas del mundo”.
Su histórico juicio reveló una alianza con el capo mexicano Joaquín “El Chapo” Guzmán, a quien Hernández aceptó sobornos por un millón de dólares, y durante el cual llegó a jactarse de querer “meter las drogas en la nariz de los gringos”.
El perdón presidencial a una figura de tal magnitud en el narcotráfico global crea una contradicción desconcertante en la política antidroga declarada.
Mientras se libra una campaña militar letal en aguas internacionales contra supuestos narcotraficantes de bajo y medio nivel, se concede clemencia absoluta a un convicto de alto perfil cuya operación envenenó a Estados Unidos durante años.
Este acto ha sido interpretado por analistas y críticos como un movimiento político, desvinculado de una estrategia coherente contra el narcotráfico.
Así, la administración se encuentra en una encrucijada de su propia creación, luchando en tres frentes simultáneos: investigaciones bipartidistas en el Congreso sobre supuestos crímenes de guerra, la defensa de un indulto ampliamente condenado y una campaña de desprestigio contra quienes defienden el estado de derecho dentro de las Fuerzas Armadas.
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La narrativa oficial de una guerra implacable contra el narcotráfico se fractura ante la evidente disparidad de trato y la aparente politización de la justicia.
Este conjunto de eventos plantea preguntas profundas sobre la coherencia, los principios rectores y los objetivos finales de la política de seguridad y la próxima comparecencia de Hegseth ante el gabinete y los hallazgos de las investigaciones del Congreso definirán si la presión institucional puede imponer claridad y responsabilidad.
Mientras tanto, la imagen de un gobierno que ordena ataques cuestionables, perdona a narcotraficantes convictos y ataca a los guardianes legales pinta un cuadro de contradicciones difíciles de reconciliar para la opinión pública.











